Habitualmente no nos enseñan a entender y a manejar nuestras emociones y así poco a poco (de manera inconsciente) nuestro modo de sentir, de pensar y de actuar se va amoldando más a lo que los demás esperan de nosotros y muy pocas veces nos cuestionamos si ese es el modo de vida que realmente queremos. Todo eso nos crea inseguridad, nos hace ser vulnerables, llevándonos de la felicidad al sufrimiento en un instante, como en una especie de “montaña rusa emocional”.
El genuino Yoga te proporciona herramientas y técnicas suficientes para: lo primero ser consciente de esas actitudes y comportamientos, sino no podrías transformalos; segundo, aprender a mirar hacia tu interior para descubrir todo un potencial que muchas veces ni imaginas; tercero, tomar las riendas de todo ese complejo mundo interior porque la perspectiva que obtienes cuando aprendes a desidentificarte de tus pensamientos, ideas, emociones, es mucho mayor para poder decidir desde la lucidez y el discernimiento (viveka).
En gran medida esa responsabilidad recae en la persona que transmite el Yoga, poder encontrar una ubicación correcta respecto a quien recibe la enseñanza, ya que sabe que es el verdadero protagonista. Esa cercanía en la que prevalece el respeto y sobre todo el amor, el alumno la tiene que sentir pero sin que haya una sensación de posesión o dependencia por ninguna de las dos partes.
Por eso, además de transmitir desde el conocimiento y sobre todo desde la experiencia, sino sería una “enseñanza vacía”, el profesor debe transmitir desde el corazón y eso lo aprende a través de su sadhana (práctica espiritual) y de impartir sus clases desde la sencillez y la humildad, vaciándose, para ser solamente un instrumento al servicio de algo tan grandioso y hermoso como es el Yoga. El alumno deposita en él su confianza, desnudando su mente, su corazón y su alma, lo que en determinados casos lo hace vulnerable e influenciable, ahí es donde el profesor debe mostrar su valía, su coherencia, su entrega y sobre todo su amor. HARI OM TAT SAT